Españelín
estaba al borde de la ruina. Estaba endeudado hasta las trancas, sus
habitantes eran más pobres que las ratas, el estado no tenía dinero
para pagar a nadie, y las protestas y manifestaciones continuaban
días tras día mientras los políticos vivían a cuerpo de rey. El país necesitaba ser intervenido
urgentemente por una comunidad supranacional.
Un
día, apareció una mujer joven, menuda y vivaz, que se
distinguía de los habitantes de Españelín por ser la única que
sonreía. Pidió ver al presidente para darle una buena noticia, y en seguida la hicieron pasar. Una vez
allí, la misteriosa desconocida anunció que tenía la solución
para evitar la ruina de Españelín. Y, acto seguido, sacó de su
mochila hippie una pequeña flauta. “Basta con que toque mi flauta
para que la gente saque su dinero negro y lo declare a hacienda”.
El presidente no pudo menos que echarse a reír ante tal disparate.
Sin embargo, aquella mujer parecía hablar en serio, y la situación
de Españelín no era como para tomársela a broma, así que decidió
que no pasaría nada por probar. “¿Qué quieres a cambio?”,
preguntó. “Quiero el uno por ciento de todo el dinero negro que
tenga este país.” El presidente accedió, y la joven se puso a
tocar la flauta allí mismo.
De
repente, muchos habitantes de Españelín, obedeciendo a un impulso
poderoso y desconocido, se encontraron sacando su dinero negro de
todas sus cajas fuertes y bancos en Suiza y yendo a declararlo a
hacienda al son de aquella mágica música que la mujer no se cansaba
de tocar. Se la veía feliz; sus ojos sonreían y brillaban como dos
estrellas.
En los
siguientes días, el país estuvo muy agitado. La prensa estaba dividida en la opinión sobre lo que había pasado. Los abogados
tuvieron mucho trabajo ayudando a sus clientes a recuperar el dinero
declarado y a evitar los castigos. Los políticos también ayudaron a
sus familiares y amigos, y al final sólo unos cuantos pringados
perdieron su dinero.
Pasó
un año y la situación de Españelín se agravó aún más, hasta un
límite casi insostenible. La joven flautista montó en cólera, sacó
de nuevo su flauta y tocó una nueva canción. Esta vez, los que se
vieron atraídos por ella fueron los políticos corruptos, que, uno a
uno, fueron saliendo de sus lujosos palacetes y caminaron como
autómatas tras la joven, que hizo que se ahogaran en el mar.
Y allí
se quedaron, mecidos por la corriente, una visión macabra de a lo
que pueden conducir la avaricia y el egoísmo. Algunos eran devueltos
a la playa por las olas, pero nadie quería tocarlos.
Sin
ellos, Españelín empezó a salir a flote, y su economía empezó a
brotar de nuevo, tímidamente, desarrollándose poco a poco. Y ni sus
nuevos dirigentes ni ningún ciudadano olvidaría jamás la imagen de
los cuerpos rechonchos de los políticos, flotando en el mar, sus
gruesos barrigones hinchados sobresaliendo entre las olas y la
espuma.
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